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Hiroshima

Hiroshima. La muerte devastadora. Un instante de dolor. El final.

Los seres humanos podemos asumir la muerte en la medida en la que nos llega impuesta de forma imprevista, indolora e instantánea.

No es la muerte en sí la que duele sino la conciencia sobre el hecho. Estar en el anillo exterior. La agonía de saberse muerto de forma irremediable. Estar aún más alejado, ser un espectador. Creer que los demás vivieron una agonía que no fue tal. Sentir esa agonía en uno mismo.

Podemos aceptar la muerte, pero no el dolor. Sufrimos el dolor y ambos, dolor y sufrimiento, son proporcionales a la consciencia sobre el error que creemos que es nuestra existencia. El sinsentido que supone vivir tal impacto. Tantas cosas vividas, sobrevividas, superadas… Para nada. Para sufrir así. Otra vez.

Y es que, si es nuestra consciencia la que nos hace sufrir, deberíamos perder esa consciencia para ser felices… O no, puesto que perderíamos la consciencia sobre la felicidad.

Son siempre dos. Oscuridad, luz, bondad, maldad. Hemisferios presentes desde el origen de los tiempos. La dualidad como sentido de la vida y la falta de dualidad como sentido de la vida también… Porque el sentido tiene su contraparte en el sinsentido, y si el sentido es la consciencia, entonces el sinsentido es el desconocimiento. Absolutamente necesario para alcanzar el conocimiento.

Aceptar que esto no tiene lógica para poder encontrarla. Caminando suficiente. Hasta el borde de la curva negra. Hasta el borde de la explosión. Dentro o fuera del borde, pero sufriendo, más allá de la muerte instantánea. Porque mientras suframos, aún vivimos, y si estamos vivos, podemos ser felices.

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