Nada importa.
La vida dará siete mil piruetas antes de que nuestros caminos se crucen. Tras tanta acrobacia, la probabilidad de que ambos permanezcan paralelos y cercanos es ínfima. Pero no importa.
La fantástica broma. El carril de lo estético. La sonrisa final. Nada importa.
Nada es grave, crítico, importante, imprescindible. Nada importa. Así que ¿Para qué hacerlo?
Porque nada lo impide. Una vez desprovistas de su valor, las ocasiones dejan de existir, y por tanto dejan de hacerlo también los límites. Así que se puede hacer. Y si se puede, se debe.
Movamos la oportunidad hacia adelante. Repliquemos una y otra vez la decisión lógica más básica. La que reduce, minimiza y anula la importancia de cada cuestión. Nada es tan grave como queremos pensar. Aceptando esta premisa como realidad absoluta, dejamos de perder el tiempo en el bloqueo del miedo y aceptamos el paso adelante que nos empujará a volar o morir.
Volar o morir. Nada importa.
Volar cuesta abajo por el bosque, esquivando árboles con nuestras frágiles bicicletas cubiertas de papel. Volando como locos diagnosticados por aquellos que asumen con severidad una importancia falsamente ampliada de sus propias vidas. Nuestra vida no importa. Somos pequeñas motas de polvo en la inmensidad de este universo. Y mientras flotas a la derecha de aquel abeto, salto a la izquierda del olmo. Nos deslizamos, giramos y volamos.
Éramos suicidas. Éramos locos. Éramos pequeños. Nos hicimos grandes.
Dejamos de escucharles. Dejamos de seguirles. Dejamos de tomarnos en serio nuestras propias vidas.
Y así volamos.
Comentarios
Publicar un comentario