Al abrir los ojos, su mirada estaba clavada en la mía. Sonriendo sobre mí como si, por algún motivo, cualquier pena en el mundo hubiese dejado de existir.
A novecientos metros del mar, en aquel dormitorio de una sola ventana con vistas a un minúsculo patio interior, había encontrado toda la luz del universo.
No hallaría jamás, sentado cada tarde en la arena de La Misericordia, un atardecer que me brindase la paz que me dieron sus ojos verdes.
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