No conozco a nadie que pueda sentirlo. Eso no me hace mejor o peor que ellos. Me hace distinto.
En función de lo mucho o poco que afecte a mi vida, se podría decir que padezco una enfermedad mental. Al no cambiar mis hábitos, ni decírselo a nadie, nadie sabe lo que siento y por tanto estoy sano. A sus ojos.
Es más intenso ahora. Noto los cambios de presión al entrar en un túnel, nada del otro mundo; Oídos, cuencas de los ojos, y por algún motivo que desconozco, labio inferior.
Todo vibra. Puedo sentir como vibra. Llevo dos días con dolor de cabeza y esta vibración me lo está haciendo olvidar. Es agradable. Sorprendente. Miro por la ventana con los ojos muy abiertos mientras nadie parece notar el temblor. Sé que estoy temblando. Puedo verlo, pero nadie lo ve.
De repente aparece el ruido ensordecedor, grave. Nadie lo escucha y yo miro buscando la fuente. Viene de todas partes. Cambia; agudo al frente, lejano a mi izquierda, ronco a la derecha, creciente. Me da sueño, resulta acogedor, cómodo.
Los últimos siete minutos han pasado sin que me dé cuenta. Aún despierto, noventa metros italosuizos frenan suavemente frente a mí. En segundos invierten la marcha y frenan bruscamente al entrar en el túnel suroeste. Más ruido. Planchas sueltas, metales afilandose, voces de mentira.
Continúo solo al frente de la flecha blanquiazul. Aislado del comandante por una pared plástica marcada con un rombo. Cruzamos la oscuridad a ochenta kilómetros por hora, en las entrañas de un monstruo de millones de cabezas.
Sigo temblando y todo ocurre con la mayor parsimonia del mundo. Como quien toma el metro para cruzar la ciudad. Como quien tiembla al verse enfrentado a un destino inevitable.
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