Una de las estancias de mi hogar se encuentra en una ciudad, un país y una iglesia que no he pisado nunca.
Ese pedazo de identidad, de mis raíces, se quedará allí. Con alguien que me conoce bien, abrazando a alguien a quien no conozco.
Mis pasos repican en el suelo de un puente que nunca crucé. Añoran los bancos de una basílica que no les pidió silencio. Tratan de imitar el neogótico de mil novecientos dieciséis desde el gótico de mil quinientos tres.
Raíces de diez mil kilómetros.
Ramas de dos mil cuatrocientos, de treinta, de diez, de quinientos veintiocho, cuatro mil noventa y seis. Ramas que crecen en primavera, secan en verano, se ausentan en otoño y se olvidan en invierno.
Raíces enterradas en las vísceras. Raíces capaces de romper piedras y mantener con vida cuerpos inertes ávidos de sol y lluvia.
«Querer a las personas como se quiere a un gato, con su carácter y su independencia, sin intentar domarlo, sin intentar cambiarlo, dejarlo que se acerque cuando quiera, siendo feliz con su felicidad.» Cortázar era un hombre de gatos. Cualquiera que sea de gatos entiende lo que quiere decir. Estamos acostumbrados a querer a las personas sin medida. Amar con toda nuestra alma y energía. Destruirnos por completo para demostrar a aquel ser amado que estamos completamente rendidos a sus pies, absortos y desprovistos de vida sin su presencia. Perros tristes sin amo. Cachorros sin guía. Pero un gato no quiere ser amado de esa manera. Querrá abrazos, pero no muchos. Caricias mientras deje de picar y hasta que vuelva a picar. Si la piel escuece, quizá es demasiado amor. Quizá es demasiado cariño. Quizá es posesión. Y a los gatos no se les posee. No tienen dueño. Las personas, aunque no lo sepan, tampoco. No todas lo aprenden de inmediato. La mayoría no lo hace nunca. Pero quien lo hace, sabe qu
Comentarios
Publicar un comentario