Te dormiste en diagonal atravesando mi pecho y la cama. A pesar de lo complejo de la distribución, tú allá en el Eixample de las sábanas y yo aquí en mi Gran Vía de las almohadas, encontré la forma de adaptarme a este problema geométrico.
La solución no era otra que la más evidente: Envolverte.
Envolverte en besos de miradas sin labios para no despertarte. Envolverte con sábanas de polvo de luna llena, mucho más ligeras que la caliza de mi tierra. Envolverte con la oscuridad de las pestañas que sellan tus párpados. Adornarte con la luz de velas acunadas en vasos de cristal hechos con la arena de aquella playa de Sosua
Y allí me dormí, en las orillas de los lunares de tu espalda. En este barco pirata mecido por las olas del viento de tu pelo.
Soñé. Soñé con teletransportarme a la Diagonal. Con cruzar el Paseo de Gracia en Diagonal. Entrar a tu oficina saltando escalones en diagonal y sentarte en esa mesa con las piernas en diagonal.
Soñé con resolver este problema de aquella distancia que son los seiscientos cinco kilómetros que separan este inútil cateto solitario y la hipotenusa de tus muslos. Soñé. Soñé con lo único que podía despejar las dudas cartesianas que acechan nuestros miedos: soñé con despertar.
Desperté. Tú seguías dormida en diagonal. Abriste los ojos. Me miraste. Y el problema estaba resuelto: Sólo había que enebrar las agujas de tus miradas con los hilos de mi vida, porque a tu vida de alta costura le gustaba mi vida de matemáticas.
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