La Señorita Mistinguett está dormida. Estoy lleno de paz porque ella está tranquila. Por fin descansa.
La guerra entre los comerciantes italianos y chinos tiene el Mediterráneo patas arriba. Cañonazos, banderas y estrategias a las puertas de la recepción de Milán. Infinita burocracia de embajada aburriendo a mi Reina Pirata. Tensiones innecesarias para una tripulación que sólo quiere navegar.
Amanece. Adelante. Tierra adentro camino del Pirineo.
En dirección contraria, trescientos un kilómetros por hora para abarcar seiscientos dos millones de milímetros desde el Mediterráneo hasta La Vaguada.
Ciento sesenta y cinco centímetros de besos sobre las toallas del emperador gallego. Incontables caricias para memorizar las piernas infinitas de mi emperatriz. Miles de burbujas de jabón a veinte plantas del suelo, a micras del cielo.
Mis matemáticas se han puesto al servicio de la Señorita Mistinguett. La Reina Pirata ha encargado velas nuevas para el barco. Nuevos rumbos, nuevas formas de navegar en la tormenta. En el astillero de interior coloco mis mejores telas en la mesa de exposición. Las mejores ideas ya están en planos.
No serán sólo velas nuevas. Tengo preparadas sorpresas para que mi reina llegue a nuevos destinos. Le ofreceré mi escudo. Con él podrá atravesar el hielo y alcanzar navegando los polos norte y sur, los que guían a las aves en sus vuelos.
Coseremos alas con la tela que elija para sus velas. Mi Reina pirata, la Señorita Mistinguett, volará.
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